domingo, 5 de febrero de 2012

MEMORIAS DE UN VIGILANTE -PARTE II- (Fray Mocho)

EL CAFÉ DE CASSOULET Este era el paradero nocturno de todos los vagos de la ciudad y famoso entre la gente maleante, no solamente por la comodidad que, a poco costo, se obtenía en él, cuanto por la relativa seguridad que se disfrutaba: en caso de producirse visita de la autoridad, los propietarios tenían dispuestas las cosas de modo tal, que la clientela tenía fácil escape. Estaba ubicado en la esquina Viamonte, antes Temple, y Suipacha. Como dependencia del café, y formando parte de la planta baja, que daba hacia la primera, había hasta la mitad de la cuadra una veintena de cuartos a la calle, con puertas que se abrían a ésta y otra interior, que daba al gran patio del café: eran otras tantas salidas clandestinas del antro misterioso. Estos cuartos los ocupaban mujeres de vida airada, que eran como la crema de aquel mundo de vicio, cuyo centro era la famosa calle del Temple, y que extendía sus brazos a las adyacentes, teniendo como encerrado entre ellos el corazón de la ciudad. El café debía ser una mina de plata. Allí los ladrones, con todo su cortejo de corredores y auxiliares, los asesinos, los peleadores, los prófugos, toda la gente que tenía cuentas que saldar con la justicia o tenía por qué saldarlas, buscaba un refugio para dormir o vivir con tranquilidad, para hacer con todo sigilo una operación comercial inconfesable o para ocultarse discretamente, mientras pasaban las primeras averiguaciones subsiguientes a un delito descubierto por la policía. Allí todo era cuestión de dinero. Teniéndolo, se hallaba desde la pieza lujosamente amueblada, hasta el tugurio infame, donde podía gozarse de las comodidades de un catre de los muchos que, en fila y pegados unos a otros, contenía un pequeño cuarto de madera, y desde el vino y los manjares exquisitos, hasta las sobras de éstos, barajadas en un champurriao indescifrable, y que podía remojarse con el agua turbia del aljibe, donde viboreaban los pequeños gusanitos rojos, descendientes quién sabe de qué putrefacción y cuyos movimientos rápidos y variados podían servir de diversión al ánimo preocupado. Tarde de la noche, cuando el café se cerraba, decenas de desgraciados, sin hogar, tomaban posesión de las mesas del largo salón,—bajo la vigilancia de los dependientes, que tendían sus colchones sobre las de billar, cuando las otras estaban ocupadas—y por dos pesos de los antiguos, encontraban un techo y una tabla para dormir, y por uno, lo primero y el duro suelo de los patios y pasillos. Aquello era un verdadero hervidero del bajo fondo social porteño: allí se barajaban todos los vicios y todas las miserias humanas, y allí encontraban albergue todos los desgraciados, que aún tenían un escalón que recorrer antes de llegar a los caños de las aguas corrientes que, apilados allá en el bajo de Catalinas 20, ofrecían albergue gratuito. Cassoulet era, en la noche, la providencia de los míseros desterrados de un mundo superior, era la ensenada que recogía la resaca social que en su continuo vaivén arrastraba hacia playas desconocidas el oleaje incesante. Hoy comparten con él los beneficios de la industria protectora los pequeños cafés del Riachuelo y la ribera, que venden marineros borrachos a los buques que necesitan completar su rol clandestinamente, para borrar las huellas de un crimen o de un accidente—a fin de evitarse las molestias que en nuestro país acarrea cualquier gestión ante la autoridad—y los tugurios que, con el nombre de posadas o sin nombre alguno, encierran entre sus paredes y alojan, según el dinero con que cuentan, a los desgraciados que vagan sin hogar, o a aquellos que legalmente no pueden habitar en parte alguna. En aquel tiempo compartían la clientela de Cassoulet, pero sólo durante el día, el café Chiavari, en la esquina de Cuyo 80 y Uruguay, y el café de Italia, en la misma calle, frente al Mercado del Plata. Estas tres eran las cloacas máximas de Buenos Aires, en tiempos que ya no volverán, pero que se repetirán, transformándose. EL BURRO DE CARGA EL escruchante—Es decir, aquel cuya especialidad es abrir puertas con o sin violencia—es otra interesante variedad de la familia lunfarda. Los que la forman son, por lo general, individuos de avería, hombres avezados a todas las asperezas de la vida. Brotan de las capas inferiores de la sociedad, y rara vez alcanzan otras más elevadas: son constante y perennemente víctimas del que ha campaneado—estudiado—el robo a realizar, y su fin es generalmente desastroso. Concluyen por ser un harapo humano a fuerza de consumirse en las cárceles o en los más bajos fondos de la corrupción. La miseria, engendradora de todas las lepras, luce en ellos sus fuerzas y su vigor. De todos los lunfardos es el escruchante el más desgraciado: sus robos son los más fáciles de descubrir, sus condenas son las más largas, sus días son los más negros, pues cuando no está preso lo andan buscando. Es necesario tener una afición desenfrenada a lo ajeno, para dedicarse al escrucho. El escruchante tiene tres especialidades: se dedica a fabricar llaves falsas, a trabajar con el formón o a cargar la burra, o sea alzar los robos. Poco se le ve en la calle durante el día: camina sólo de noche o en la madrugada, hora en que la vigilancia es menos activa. Sus golpes los reciben ya estudiados por el campana, que percibirá su buena parte, sin riesgo. Éste es el que moldea las llaves que el escruchante fabricará en los ratos de ocio, en su tugurio, donde tiene su pequeño taller ad hoc; el que estudia las costumbres del habitante de la casa que va a robarse; el que levanta el plano de sus entradas, salidas, caminos fáciles para escapar, parada del vigilante, hora en que hace la ronda y demás datos útiles. ¡En posesión de todos estos elementos, es que el escruchante tienta su empresa y va dispuesto a todo! Si se ha moldeado bien la llave, ésta ha sido seguramente bien hecha y funcionará a maravilla, simplificándose mucho el trabajo. Si no anda bien, es necesario abandonar la empresa hasta que los defectos se hayan corregido o recurrir a la violencia, que dobla las probabilidades del fracaso, y sobre todo la condena. Entonces es cuando se recurre a cortar el tablero de la parte inferior de la puerta, formado por lo general de madera blanda, en la cual una cuchilla afilada entra como en queso y abre un buen postigo. Si el dueño de casa es precavido, y usa sus puertas enchapadas de hierro en la parte vulnerable, se da un corte en el umbral con el formón frente a los pasadores y se levantan éstos; luego se introduce la pata de cabra—instrumento de acero, formado en zigzag—frente a la cerradura, y se la hace saltar sin ruido, con un leve movimiento lateral. La puerta ya presenta facilidad para enlazar con una faja el pasador de arriba y correrlo. Puede ser que la precaución del propietario haya llegado hasta poner una barra, y entonces hay que tratar de sacarla. La extremidad libre de la faja con que se enlazó el pasador se pasa por debajo de la barra y se tira para arriba. Si aquélla es de gancho, cede al esfuerzo, y se la baja hasta el suelo con cuidado para que no haga ruido, para lo cual se afloja una de las puntas de la faja poco a poco; si es de las que tienen candado, es mejor renunciar al golpe: la puerta es infranqueable. Cuando el robo no puede hacerse con violencia, se recurre a sobornar un dependiente que deje la puerta abierta, o se coloca en la casa una persona que lo haga, y que pasará en ella el tiempo necesario para acreditarse y alejar sospechas. Si estos medios no son posibles, queda aún el recurso de meter un gato, es decir, hacer esconder en la casa un cómplice que a una hora dada franqueará la entrada. Este papel de gato no lo desempeña cualquiera es necesario dedicarse a él y hacerse una especialidad; acostumbrarse a estar inmóvil por horas enteras; a respirar sin hacer ruido; a no estornudar ni toser; en fin, a hacerse un cadáver. El Cuervito, Román—un gajo de cierta familia, en que padres, hijos, hijas, tíos y tías, eran del arte, abarcando todas sus variedades, se metió de gato en casa de un inglés, en la calle Corrientes, y su respiración fatigosa—pues era asmático—le traicionó, valiéndole un balazo y una buena condena. Una vez, cierto ladrón conocido—un santafecino, Ludueña—que había sido soldado de línea, después desertor en la frontera y hasta capitanejo entre los indios, penetró en un almacén, luego de acostados los dueños y robó el dinero que encontró, llegando en su osadía hasta haber bebido y comido como si estuviera en su casa. El robo lo practicó a vista y paciencia de los damnificados—un matrimonio italiano—quienes no se animaron a contar los detalles cuando dieron cuenta del hecho. Al ser conocidos éstos por referencias o jactancia del mismo Ludueña, fue muy celebrada la hazaña, llegando ella a nuestros oídos. Estando una vez preso por haber practicado un robo en la fábrica de baldosas "La Fe", y respondiendo a alguien que le preguntó si era cierto lo del almacén, dijo: —¿Cómo no?... ¡Si yo vi que los gringos se hacían los dormidos y me aproveché! El ladrón que penetra a una casa, va por lo general seguro de que nadie atentará a su vida; sabe muy bien si el dueño es hombre capaz de defender lo suyo, y en este caso, espera asegurarlo, o si en caso de sentirlo, evitará un lance. Muy rara vez llegan a asesinos: para ello necesitan no tener ningún medio de que valerse a fin de tomar lo que codician o verse acorralados y sin más probabilidad de escapar a un fracaso que una puñalada dada a tiempo. Su afán, su ambición, es poder llegar a ser maestros, a dirigir golpes sin riesgo, es decir, a hacerse de un capitalito y trabajar de campana. Llegado a esa meta, el escruchante es feliz, y ha escapado al atorrantismo, que es su bestia negra. ¡Y asimismo, hay campana de éstos que de repente tropieza y quiebra su dicha: entonces rueda al abismo sin esperanza de levantarse! Del cinismo hacen un arte, y suele no faltarles ingenio. Un comisario pescó, en circunstancia muy especial, a cierto escruchante conocido: violentaba una caja en una mueblería, donde se había introducido. El ladrón hacía su trabajo y de repente vio entrar a un changador de la casa, que le dijo: —¿Qué hace usted? —Silencio..., tengo una cita con la señora. —¿Cita?... ¡Ahora verá! Y a empellones lo sacó a la calle para entregarlo a un vigilante, ¡pero cuál no sería su asombro al verse agredido a trompada limpia! Acudió el vigilante, y ladrón y changador fueron conducidos a la comisaría por "desorden en vía pública". Llevados, sin embargo, ante el comisario, éste, que era un lince para eso de ladrones, empezó a revolverle las respuestas y no tardó en descubrir la verdad: el desorden era un pretexto para ocultar la tentativa de robo. El ladrón decía, no obstante —¡Señor, ese changador es un canalla..., nos hemos peleado porque le cobré dinero, y ahora me sale con una pata de gallo!... ¡Está lindo lo que pasa! LOS QUE CARGAN CON LA FAMA Los que dan caramayolé o la biaba son los ladrones de la clase más íntima, es la plebe del mundo lunfardo: ellos no necesitan para realizar sus empresas usar el mínimum de talento. Un buen garrote esgrimido como maza, y descargado a tiempo sobre un transeúnte descuidado, o una pedrada en la cabeza, asestada a mansalva, son sus recursos favoritos, y éstos no son difíciles de usar. No obstante, a veces estudian también las víctimas, a fin de no dar el golpe sin provecho, pero no es condición indispensable: se confían al acaso. Hay algunos de estos asaltantes que combinan sus golpes con habilidad, pero son raros. El sargento Gómez me refirió a este respecto una hazaña del pardo Vilaró, llamado vulgarmente "el de los pavos", para distinguirlo de un tocayo que se llamaba "el de los mates", que es un caso típico de asaltante, metido a ejercer de escrucho a la alta escuela. En la calle Buen Orden, al llegar a Brasil, había una platería de aquellas que antes abundaban en el barrio del Sur, poblado casi todo por estancieros y gente de campo, cuyo comercio consistía en la venta de frenos, facones, espuelas y demás artículos similares, hechos de plata. La tienda era pequeña y lo poco de valor que contenía estaba encerrado en una vidriera movible, que descansaba sobre el mostrador, hacia la derecha, frente a un pequeño venta que, daba a una pieza interior, por el cual el platero, cuando no estaba en el negocio, veía todo lo que pasaba en éste. La puerta de comunicación entre la tienda y la pieza interior quedaba hacia la izquierda. Una mañana el platero tomaba su desayuno, cuando de repente ve entrar al negocio a un pardo grande y fornido, que levantando en alto la vidriera corría hacia la calle. Se echó tras él y consiguió hacerlo detener, pero ya no llevaba la vidriera ni fue posible dar con ella por más pesquisas que se hicieron. El detenido fue puesto en libertad, y más tarde, se jactaba del robo y de su astucia, diciendo: —¡Amigo, que son mulitas!... ¡Yo tenía en la puerta de la platería un carro cargado de pasto verde, pero arreglado con un hueco en el medio; pasé, tiré la vidriera y seguí corriendo, seguido del platero! ¡Pobre hombre! ¡Ni coceó, y el carro se fue con la vidriera, mientras a mí me enloquecían a preguntas en la comisaría!... ¡Vivos los mozos! EL PANAL EN LA LENGUA Los que hacen el scrucho o cuentan el cuento, son simplemente, en buen romance, los estafadores, los más inteligentes, más astutos y de más buen tono en el mundo lunfardo; son, como si dijéramos, su aristocracia. ¡Y así son de odiados por sus congéneres los punguistas y los escruchantes! Éstos se llaman batidores—delatores—y cuidan de ocultarles sus manejos lo más que pueden; pero todo es inútil: no escapan al ojo sagaz del estafador que es un infatigable caminador, y que, como anda día y noche por las calles en busca de otarios—víctimas—no deja de conocerles las guaridas y los trabajos en que andan ocupados. Se les oye decir con mucha frecuencia: —¡Vea!... ¡El trabajo (robo) que hace un hombre, se conoce en el modo de caminar!... ¡Si fuéramos de la policía, qué pesquisas de mi flor! El estafador, como el punguista, nunca camina solo. Siempre lleva a la distancia un compañero que le sirve para cualquier papel que sea necesario desempeñar. Sus útiles de trabajo son simples: consisten sólo en un diario doblado, al cual le llaman el toco mischo—el montón pobre—o el balurdo, y en algunos cobres. No se tienen por ladrones, y siempre dicen: —¡Nosotros lo que hacemos es embromar a quien nos tiene por zonzos! ¡A los otarios les contamos un cuento, les ofrecemos una ganancia enorme, y encandilados, los clavamos: eso es todo!... ¡No les hacemos daño, no los golpeamos, ni asustamos!... ¡Si se clavan, nadie tiene la culpa! Si uno los apura, demostrándoles que son ladrones, exclaman —¡Bueno!... ¡Entonces, también los otarios lo son!... ¡En el Brasil, la ley los castiga como estafadores! Individuos de estos he conocido que cuando se les ha motejado de ladrones se han indignado. —¿Yo ladrón?... ¡no he estado preso jamás por eso, señor!... ¡Yo no tengo sino estafas!... —¿Y la estafa no es robo? —¡No, señor; no es robo!... Dígame, ¿qué va a hacer uno cuando ve un tano (napolitano) que a fuerza de no comer junta unos marengos, y lo primero que hace es largarse a su tierra?... ¡Quitárselos! —¡Pero eso está mal hecho! —Pero señor, ¿y uno va a tener la sangre fría de dejar que se lleve la plata del país? —¿Y acaso la plata es tuya? —¡Claro que es mía!..., ¿cree que no soy argentino? Y si es extranjero varía la respuesta, diciendo —¡Mía no; pero sí de mis hijos que han nacido aquí! Hay pillos de estos para quienes es una mala noticia saber que un trabajador extranjero ha abandonado el país, llevándose una fortuna. Alcachofa, el ladrón más decidor que he conocido, decía siempre, cuando lo llevábamos a la comisaría: —¡Aquí me tráin, señor!... ¡siempre por lo mismo!..., secuestro de marengos—parodiando el estilo de los partes policiales—¡a un gringo que quería volar! Y éste murió en su ley: lo mató una puñalada, tirada por uno que, próximo a embarcarse, llevando unos ahorros, se encontró en un minuto más pobre que Job. El método de robo en que la inteligencia desempeña un papel más activo, es la estafa. El buen resultado para el ladrón depende de mil circunstancias que deben estudiarse, tales como el carácter del individuo, candidato a robado, sus tendencias, sus aficiones, sus amistades, su parentela, etc. Todo debe ser tenido en cuenta, y no puede darse un paso sin premeditación, bajó pena de perder el tiró. Por eso los estafadores veneran el tiempo: teniéndolo, son capaces de robar a un avaro. Sus trabajos son largos, pero seguros. Rara vez emprenden ellos la tarea de estudiar el individuó a quien van a hacer víctima de su habilidad: ese es trabajo del auxiliar, a quien ellos llaman changador de otarios, y que permanece siempre en la sombra, aun cuando lleva la parte más gorda de la empresa. Este auxiliar es, por lo general, un almacenero, que es el confidente de todos los artesanos y sirvientes de su barrió, un amigo desleal e infamemente codicioso, un pequeño negociante con apariencias de honorable, en fin, un individuó que a mansalva se informa de las peculiaridades de cada semejante, y las vende luego a los que inventarán el cuento apropiado para despojarlo, los que fabricarán la ganzúa que les franqueará el acceso hasta la caja anhelada. Jamás los estafadores dignos de fama malogran un esfuerzo: cuando se determinan a dar su golpe, es ya sobre seguro. El vulgo generalmente dice: —¡Amigo, que todavía haya tontos que se claven con estas cosas! Esta frase es hija de la ignorancia: no es que la víctima sea un tonto, no es que haya visto el lazó que le tienden: es que las cosas se le presentan con tal habilidad y con tal disimuló, que no hay previsión ni desconfianza que valgan. Un buen día se encuentran con un paisano y amigo—recién venido, a estar a su declaración—que les habla de la familia ausente, de la carta última que ha recibido, de las noticias en ella consignadas, relativas al estado de ánimo y fortuna del pariente que está en América, y éste cree a pie juntillas que quien le habla es efectivamente persona de su pueblo, amigo de los suyos, uno de esos seres indiferentes, cuyo recuerdo se ha borrado de la memoria con el transcurso del tiempo. Y entabla la relación; establecida la confianza, pronto la empresa habrá llegado a su término. ¿El individuó es desconfiado y avaro? El cuento que se prepara halagará su pasión predominante, y será no para que hable a su imaginación, sino a su juicio. ¿Es la víctima futura un imaginativo o un aventurero que quiere forzar la suerte? El cuento tendrá todos los caracteres necesarios para arrebatarlo. El sargento Gómez y Regnier—mi maestro inolvidable más tarde, en los días en que ya la fortuna comenzó a sonreírme y que me sirvió de guía para penetrar en el bajó mundo social de Buenos Aires, cuyos misterios haré desfilar ante la vista de mis lectores en cursó de estas Memorias—me fueron enseñando poco a poco a distinguir los caracteres de las cosas que como en un caleidoscopio pasaban ante mi vista. El primero me contó algunas estafas en que él había intervenido como empleado, en el tiempo viejo, que son, para aquella época lejana, obras maestras de habilidad, que si bien no pueden compararse con las de la época actual, que son verdaderas maravillas, dan ya una idea de lo que es el estafador y de los recursos de que echa mano para conseguir sus fines. NO LE SALVÓ SER MINISTRO Era teniente cuando en la Piedad, allá por 18..., un asturiano llamado José Cañete y Puertas, hombre ahorrativo y económico, amigo de las monedas como un judío, y más deseoso de hacer fortuna que de llegar a conquistar fama de santo y verse un día adorado en pintarrajeada efigie por creyentes masculinos y femeninos. A fuerza de guardar sus sueldos, limpiar las alcancías cuando podía y desplegar toda su astucia para cazar propinas y estipendios, había llegado a juntarse sus buenos cincuenta y cinco mil pesos de la antigua moneda, los cuales, en billetes del Banco de la Provincia, dormían tranquilos en el fondo del inmenso baúl que lo acompañaba desde su tierra. Cosa es que nunca pudo averiguarse cómo dos lunfardos llegaron a conocer el tesoro de Cañete: el hecho es que se lo robaron de una manera ingeniosa. Una tarde, al toque de oraciones, llegó a la sacristía un individuo al parecer italiano, cohibido, tímido, cortado, y le dijo que un amigo suyo que estaba moribundo deseaba confesarse con él, que sabía era caritativo y generoso. —No puedo salir ahora. —¡Pero señor!..., ¡el pobre Juan está enfermo!..., ¡mañana no hablará más!..., ¡por caridad, vaya a verlo! —¡No puedo y no puedo!... —¡Le haremos cualquier demostración!... ¡Tenemos dinero! —¿Dinero?..., ¿cuánto me dará? —¡Doscientos pesos! —Bueno... ¿dónde está la casa? —Aquí cerca... calle Paraná número setenta. Y el cura Cañete, próximo a tener un suplemento de doscientos pesos, entró contoneándose al número 70 de la calle de Paraná, acompañado de aquel cuya oratoria había vencido su voluntad. El número 70 era un cuartujo de mala muerte. El cura, al penetrar, no encontró sino un miserable catre en un rincón y en él, agonizante, un hombre ya de edad. Alumbraba la escena una luz mortecina, emanada de una vela colocada en el cuello de una botella. El moribundo, al entrar el sacerdote, levantó la cabeza toda reatada y la dejó caer pesadamente sobre la bolsa que le servía de almohada. —¡No se mueva, hermano!...—dijo Cañete con voz que quiso hacer tierna, y acercando a la cama del enfermo la única silla que había en el cuarto, se sentó. Su acompañante se paseaba cabizbajo a lo largo del muro más lejano del grupo. El cura Cañete comenzó a hablar como interrogando, luego acercó más su silla al enfermo y volvió a escuchar lo que éste hablaba. De repente se levantó y dirigiéndose al que había sido su acompañante, le dijo con tono compungido: —Da lástima, ¿eh?... Ya vuelvo; voy a buscar un crucifijo..., ¡es necesario que ese pobre muera como buen cristiano que es! Y salió. El enfermero se acercó al enfermo y éste le dijo con cara alegre: —¡Pisó el palito!.. ¡cái como un ángel! Minutos después se sintió el taloneo del cura, que esta vez venía como volando. Volvió a acercarse al enfermo, habló algo con él y no tardó en dejarlo. El enfermero lo salió acompañando, y lo acompañó hasta la misma esquina de la iglesia: Cañete volvió varias veces la cabeza mientras atravesaba el atrio y allí estaba el pobre italiano mirándolo y poniendo una cara como de quien no puede aguantar el llanto. Cañete siguió el largo pasadizo que, abriéndose sobre el atrio, conduce a la sacristía, y no bien desapareció, el acompañante echó a correr calle arriba. Dos minutos después, el cura atravesaba el atrio con la sotana levantada y llevando una bolsita en la mano. Corrió hasta el número 70, y llamó: no obtuvo respuesta. Siguió llamando apresurado, y al fin, a los golpes, vino el almacenero de la esquina, quien al encontrarse con el cura se sorprendió, y más al oírle decir: —¿Dónde está el enfermo? —¿Qué enfermo? —El que vivía en este cuarto. —¡Si este cuarto no está habitado todavía!... ¡Hoy me lo alquilaron unos mozos, pero aun no han traído sino un catre!... El cura no oyó más, y salió en dirección a la comisaría a dar cuenta de que lo habían robado. Se abrió la puerta y en el cuarto no se encontró sino un catre y un cabo de vela. Enfermo y enfermero se habían hecho humo. Para engañar al pobre Cañete, los ladrones halagaron su pasión dominante. El enfermo le dijo que bajo la almohada guardaba cinco mil pesos en oro,—que entonces tenía un premio de ciento veinticinco por ciento -y que quería dejarlos para misas, pero que deseaba dejarle cincuenta mil pesos papel a su cuñada, que vivía en Flores, y era el único pariente que tenía. Cañete se ofreció para decir las misas. El enfermo aceptó, pero agregó: —Hay una dificultad. ¡El dinero de mi cuñada quiero que lo lleve mi amigo que me ha ayudado tanto! Deseo darle algo a él, pero quisiera que no supiese que dejo para misas... así, si usted pudiera cambiarme por papeles, yo haría el reparto mañana... ¡No he de morir todavía! Cañete vio un negocio espléndido en el cambio y trajo sus pesos a pretexto del crucifijo, recibiendo por ellos una bolsita llena de... balas achatadas. Su amor a las monedas lo dejó en el mismo estado financiero en que llegó al país: todo fue, pues, cuestión de comenzar de nuevo. Jamás pudo dar la policía con los ingeniosos autores de este cuento. CUPIDO Y CACO Otro scrucho o cuento lindo—digno del anterior el que hubieron de hacerle a don José Robillotti, honrado italiano, que a fuerza de labor había conseguido acumular unos dos mil nacionales. El amigo Robillotti, viudo, vivía en una casa de inquilinato, ubicada en la calle de Reconquista, en compañía de Rosita, su hija. La tal muchacha, con sus 14 años, su carita rosada y sus piernas gruesas y bien torneadas, era algo apetitoso y tentador y hacía la desesperación de los dandys del barrio, que no perdían ocasión de verla pasearse en la vereda con sus coquetos vestiditos rosa, sus delantales negros guarnecidos de trencilla punzó con pliegues de pestaña, haciendo cantar sus zuequitos escotados, y moviendo al son de esa música su cuerpo flexible y airoso. Y, ¡luego los vestiditos que usaba!... Si eran lo más traidores: jamás cubrían las hermosas piernas tentadoras, calzadas, por lo general, con medias punzó. Esas piernas eran, para los adoradores de Rosita, como la miel para las moscas. Y ella lo sabía la muy mimada, y sin embargo se hacía la inocente, y las declaraciones más ardientes, los piropos más expresivos y más achicharradores, apenas le arrancaban como contestación un: —¡Puerco!... ¡Cochino!... ¡Qué más se quisiera!... ¿Quiere ver que llamo a me tatas? Frases con las que dejaba helados a sus novios, que se contentaban con mirarla desde la esquina, blanqueando los ojos, retorciéndose el bigote, si lo tenían o pellizcándose el punto donde debieran tenerlo, y entregándose a toda suerte de ejercicios gimnásticos con sus respectivos bastones, cosa que creían la más sublime expresión del chic y la más elocuente prueba de su experiencia en asuntos amorosos. ¡Pero Rosita era insensible a estas demostraciones equilibristas! Un buen día dejó de salir a la vereda, y en el barrio se corrió la voz de que la visitaba un mozo, empleado de la Municipalidad. Como no volvió a aparecer en la calle, sus adoradores, fastidiados, fueron a ser satélites de otras constelaciones. Desde entonces se vio a Robillotti acompañado de un joven al parecer criollo, llevando con cierta elegancia un trajecito de saco, de esos que son una falsificación de última moda,—hechos con toda conciencia por un sastre baratillero—y que era de su misma opinión en todos los asuntos que trataban. Evidentemente, era un yerno futuro: sólo éstos son capaces de pensar en todo igual a otro hombre; es privilegio de los que están por ser suegros encontrar quien no los contradiga en nada. Una tarde venía por bajo los sauces de Palermo el sargento Gómez, cuando de repente se topó con un ladrón, conocido por el apodo de Silvita que, acompañando a un individuo que respiraba honradez por todos sus poros, se ocupaba en contar los árboles del bosque. Sospechando que fuera una víctima futura del acompañante, le interrogó sobre lo que andaba haciendo, y le encontró muy reservado y poco dispuesto a hablar de sus intenciones y miras. Silvita, colorado hasta las orejas, se entretenía en mascar unas hojitas de sauce. El sargento se llevó los dos ciudadanos a la comisaría y allí se descubrió el pastel. El paseante del bosque—que no era otro que Robillotti—cuando supo qué clase de pájaro era su acompañante, cantó de plano. Dijo que este era el novio de su hija, y que hacía seis días que la había pedido en matrimonio, declarándole que no podía casarse hasta no realizar un negocio que tenía entre manos. Interrogado por él sobre la naturaleza de este negocio, le había dicho: —Yo soy empleado municipal, y puedo sacar con facilidad el corte de todo el sauzal de Palermo. Pagan veinte centavos por cada árbol y dejan éste a beneficio del contratista; pero hay que dar una garantía de dos mil nacionales y yo no los tengo. —Pero los tengo yo... y es lo mismo, dijo Robillotti, que, habiendo sido carbonero, conocía el precio de la leña, y como buen genovés, calculó en un segundo que la fortuna llamaba a su puerta. —¿Cuántos son los árboles? —Amigo Robillotti, va a ser un sacrificio... —¡Bueno!... no hablemos más de eso. ¿Cuántos son los árboles? —No lo sé. —Mañana los contaremos... ¡ofrezca no más la garantía! Y Robillotti andaba ya por largar la mosca, cuando para felicidad de su bolsillo, lo encontró el agente policial. Silvita halló cierta toda la relación del que hubo de ser su suegro y se contentó con decirle cínicamente: —¡Qué mi suegro este!... ¡Hubiese querido verle la cara cuando los chafes (vigilantes) lo hubieran agarrado cortando sauces! Robillotti no paró hasta su casa. Allí instruyó a Rosita sobre el fracaso de su casorio, y ésta, pasada la primera impresión, volvió de nuevo a la vereda a lucir sus piernas torneadas y a hacer cantar a sus zuecos el aire con que acompañaba los movimientos graciosos de su cuerpo flexible. EL PRIMER CLIENTE Acababa de recibir su título de abogado y de instalar su estudio con toda coquetería. Eran dos pequeñas piezas situadas en una casa de altos de la calle de Bolívar, puestas con la magnificencia que sus escasos recursos le habían permitido y que consideraba regias, dado el esfuerzo que le había costado alhajarlas. ¡Era en ellas un rey! ¡Qué pequeños y miserables conceptuaba, comparados con él, al estudiante de primer año que debía servirle de amanuense y que era un comprovinciano suyo y al gallego Manuel que le servía de mandadero! Ambos no le llamaban sino el doctor, como obligaban las tablillas que tenía a la puerta, y le halagaba que no le olvidaran el título ni aun en la más insignificante emergencia de la vida. Esa frase que se había ganado y que le distinguía de los demás mortales, le sonaba en el oído de una manera especial: la encontraba dulce, acariciadora, melodiosa. Tres días hacía que a las doce en punto llegaba a su oficina vestido todo de negro, con levita y galera, llevando en la mano un rollo de papel, y que veía al amanuense y a Manuel, que dejaban los dibujos y letras góticas que se ocupaban en borronear y le saludaban, volviendo a su tarea luego que él se instalaba en su escritorio con toda prosopopeya. Ya esta escena se le iba haciendo familiar, cuando al cuarto día entra al estudio y en vez de hallar sus súbditos haciendo ensayos caligráficos, los encuentra nada menos que parados al lado de la puerta como jugando a quien le abordaba primero. Algo extraordinario le ocurrió que acontecía, e interrogó al amanuense que con una presteza suma le contestó: —Ha venido, doctor, un señor de edad, acompañado de una niña. Dijo que quería confiarle un asunto. Yo le dije que volviese a las doce y media. El amor propio le impidió abrazar al amanuense. ¡Un cliente! ¡Ya le parecía que la fortuna estaba en su mano! Comenzó a pasearse inquieto, en el escritorio, hasta que oyó la voz de Manuel que decía: "Ahí están", con un tono tal, que traducía a las claras su alegría por haber aventajado al amanuense en una información para el doctor, que era el Dios de ambos. No tardó en hallarse en su presencia un señor alto, de maneras distinguidas, vestido de negro, con el cabello blanco, cortado en forma de melena. Acompañábalo una niña de quince o dieciséis años, espléndidamente bonita y vestida con una sencillez y una elegancia admirables. Para más señas, tenía un hoyito en la barba que se llevaba los ojos de uno, como si no tuvieran dueño. Mientras duró la conferencia con el padre, no le quitaba la vista de encima, y ella bajaba la suya, se ruborizaba, y para disimular su turbación, jugaba con el abanico con un aire infantil que enloquecía. Quedaron con el padre en que al día siguiente le llevaría los antecedentes de la cuestión que quería entablar, que era intrincadísima. Le prometió, sin embargo, que la ganaría con costas y aun que haría encarcelar a la parte contraria. ¡Con qué ansia esperó el día próximo! ¡Imagínenlo los que puedan, no olvidando que se trataba de su primer cliente, y de una muchacha de quince años, que tenía unos ojos más alegres que un informe in vote 36 de cualquier abogadillo ramplón! Esa noche soñó con una porción de cosas bellas, y todas ellas tenían algo que ver con la hija del cliente de la melena. Llegó, por fin el día y con él la hora de oficina. Se hallaba en su escritorio, y sin embargo le parecía que no era cierto; le faltaba el aplomo; el corazón le latía. Paró un carruaje de repente: se puso de pie como movido por un resorte. ¡Ahí estaban, ella y él! Cuando vio que no entraba sino ella, casi se cayó la emoción le paralizaba la lengua. —Señor doctor, habiéndose enfermado mi padre... —Señorita..., señori... ta, crea que... —...no puede concurrir y me... —¡Valiente!... Tanta incomodidad... ¡Tome usted asiento! —...¡envía con estos papeles para que usted los revise! Le tomó los papeles, y cuando sus dedos rosados tocaron los suyos, sintió un cosquilleo en el corazón, en la espalda y en las piernas, que, francamente, le hizo pasar un mal rato. Ella, ruborosa, le miraba con sus ojos brillantes e incomparables. Revisó los papeles a la ligera y se convenció de que no le daban luz alguna en la cuestión. Lo manifestó así a la portadora, y con este motivo entró en una agradable conversación, que degeneró en charla bullanguera. Cuando se despidieron eran lo más amigos, y ella prometió volver al día siguiente a traerle nuevas luces, cosa de que él no dudaba, mirando sus hermosos ojos pardos, dulces y tiernos. Las visitas, para darle datos, se repitieron unos seis u ocho días. Durante ellos, no se ocupó de clientes ni de nada: no tenía más preocupación que Angelina, y ella, según se lo había manifestado, en momentos en que la ternura llevaba a tocarse sus cabezas, no tenía tampoco más preocupación que el doctor. Una tarde en que el idilio alcanzó proporciones alarmantes, y en que su boca sedienta de besos, pedía y pedía sin cesar pruebas del amor que reflejaban los ojos de la hija del cliente respetable, ésta le prometió la gloria: a las doce de la noche le esperaría en la sala de su casa en la calle de las Artes, cuyo zaguán sería dejado entreabierto para darle paso. Esta sentencia definitiva que se prometía a sus súplicas, le entreabría el cielo. Toda esa tarde se creyó un Tenorio. Con el último campanazo de las doce, dado por el reloj de San Nicolás, penetraba él sigilosamente a la casa de su amada, y se arrojaba en sus brazos. Un mundo de besos fue el saludo: era mudo, pero expresivo. Luego se encaminaron a tientas a una butaca, pero no se habían sentado aún, cuando en una de las puertas interiores apareció el respetable cliente con una vela en la mano y seguido de dos testigos. La inocente muchacha aprovechó la confusión para hacerse humo. Él estaba alelado. —Ha pretendido usted corromper a una menor... ¡los señores son testigos! Voy a labrar un acta y... —¡Es inútil, señor! ¡Yo voy a retirarme! —¿Sí?..., ¡está bien! ¡Sin embargo, sepa usted que si para dentro de tres días no me entrega dos mil nacionales, me presento a los tribunales y le armo una cuestión que le dé por resultado perder su título cuando menos! Y se retiró alicaído y cabizbajo, mortificado por su amor propio, ajado y deprimido, y dejando en poder de su cliente un documento firmado en que constaban prolijamente las circunstancias y pormenores de su desventura. Reflexionó con calma, y vio que lo mejor era echar tierra al asunto y pagar sin decir una palabra. ¡Y pagó su chapetonada! Testigos fueron las letras del Banco de la Provincia, que conservó mucho tiempo como recuerdo de su primer cliente, que era nada menos que el ladrón más sagaz y más fino que ha producido Buenos Aires. Su nombre es conocido: El Cuervito. AL REVUELO Los lunfardos que cuentan el cuento, dan a cada uno de sus robos un nombre distinto y apropiado a los medios que usan para efectuarlo. Cuando estafan, valiéndose de los sentimientos religiosos, dicen que han hecho "un católico", y si han empleado el recurso de los papeles inservibles, o sea el balurdo, han hecho un toco o un vento, mischo. También tienen otro golpe lucrativo, que es el cambiazo, o sea el engaño, la mistificación, otra prueba del ingenio de estos perdularios que si dedicaran su inventiva y sus facultades a cosas útiles, producirían verdaderas maravillas. Un señor, vestido con cierta elegancia, comienza a llegar a hora determinada a un almacén, cuyo propietario encierra en el fondo de su alma un inmoderado deseo de lucro, que tal vez ha pasado desapercibido para el vulgo, pero que el olfato finísimo de los estafadores ha descubierto. Compra, por ejemplo, un paquete de cigarrillos y una caja de fósforos, diariamente y a la misma hora: el almacenero nota la singularidad y designa a su cliente con el mote de "el de los cigarrillos", llegando un momento en que ya el cliente no tiene ni necesidad de solicitar su consumo. Cuando ya ha sido notado, pregunta un día si hay buen Oporto o buen Coñac, y toma una copita de pie, al lado del mostrador, con aires de hombre cuya dignidad se sentiría deprimida penetrando al despacho de bebidas donde pulula el vulgo de los bebedores. Este pequeño consumo a hora fija, establece una especie de intimidad entre el almacenero y su cliente, que, como es locuaz y comunicativo, le hace saber que es un funcionario de categoría elevada, más o menos en los ramos en que el almacenero pueda tener algún día necesidad de un buen padrino, o si no hombre de influencia en el círculo político dominante o con el comisario de la sección o con la comisión de higiene de la parroquia. Iniciada la amistad, y luego intimada merced a la regularidad del consumo de la copita y el buen pago diario, con propina de los dos o tres centavos sobrantes y sin aceptar el fiado ofrecido, un buen día el hombre se saca un anillo con un gran solitario, o un rico reloj de oro, con cadena maciza y vistosa, y dice al almacenero: —¡Vea!... ¡Hágame el favor de hacerme tasar esta prenda con algún joyero de su confianza, algún amigo de conciencia!... ¡Tengo necesidad de saber exactamente su precio! El almacenero acepta complacido la comisión, y al otro día le informa que la alhaja es riquísima y que puede valer como mínimum seiscientos pesos. —¡Bueno, amigo!... ¡Me alegro!... ¡Estoy salvado!... Figúrese que necesito trescientos pesos por cuatro o cinco días para un compromiso, y un usurero a quien le llevé la prenda me dijo que ésta no era buena y que por ello, si me daba los pesos por cinco días, me cobraría cincuenta de interés. —¡Qué bárbaro!—dice el almacenero, escandalizado, pero brillándole los ojos. —Voy a buscar otro más humano, ¿no le parece? —¡Claro! —¡Le dejo la prenda y le pago treinta pesos cuanto más! —¡Es natural!... ¡Vea, si no se ofende..., ocúpeme con confianza!... ¿Qué diablos, para qué son los amigos? Y cierran el trato. A los dos días se presenta el cliente con un amigo que va a comprar la prenda en setecientos pesos y quiere verla. El almacenero la trae, la ven, la revisan, y luego se la devuelven y se retiran los amigos, después de un consumo moderado del "Oportito" famoso, o del "Coñaquito, capaz de despertar a un muerto". Y el cliente no vuelve a aparecer más por el almacén. El almacenero, cansado de esperarlo, pone avisos en los diarios, llamándolo, si es muy amigo de formas legales, pero constatando con dolor, recién, que ignora, no solamente el domicilio del cliente, sino también su nombre y apellido. La duda le asalta y va a ver al joyero que le tasó la prenda, y éste le declara rudamente que no es la misma que le llevó la primera vez sino una imitación. Y aquí son los improperios, las maldiciones, el lamento con todas las personas que entran al negocio, pero nada le vale: el cambiazo se efectuó delante de sus ojos y no supo verlo, y los trescientos pesos volaron del cajón como por arte de encantamiento. LOS MISTERIOS DE BUENOS AIRES Mi permanencia en el delicado servicio que tenía a su cargo el sargento Gómez, fue la mejor escuela de la vida a cuyas aulas yo pudiera concurrir, y en ella aprendí a conocer este Buenos Aires bello y monstruoso, esta reunión informe de vicios y de virtudes, de grandezas y de miserias. Yo penetré el movimiento de los hombres en sus calles estrechas, las pasiones que encierran los palacios y los conventillos, los intereses que se juegan diariamente desde la Bolsa a los mercados, y, nacido en las más humildes esferas, ascendí peldaño a peldaño la larga escala social, tendida entre el humilde vigilante, que, parado en una esquina, expuesto a las inclemencias del tiempo, ignora todo lo que no se relacione con el pequeño radio puesto a su cuidado, y apenas sospecha los sucesos de más volumen que ocurren fuera de su parada y la vida turbulenta y accidentada de los hombres de mundo. Todo lo que vi y aprendí en mi larga y penosa ascensión, todo desfilará en las páginas de estas Memorias, y si no en este volumen, en otro que le seguirá reflejaré con toda la precisión que me sea dado, las cosas y los hombres que encontré en el andar de mi vida y los sucesos extraordinarios en que más de una vez tuve que actuar. EL HOMBRE PROVIDENCIAL Un suceso criminal que después relataré y que forma uno de los capítulos más importantes de mi vida, me proporcionó ocasión de distinguirme, y fui ascendido a sargento y nombrado en reemplazo del viejo Gómez, que fue jubilado. La noche del día en que recibí mi nombramiento, me retiraba a mi modesto cuarto de conventillo—pues tiempo hacía que había dejado el que por meses ocupara en casa del comisario—e iba con el corazón lleno de ilusiones, y cantándome en el alma un coro de alegría, cuando de repente, al volver la esquina de Piedad 88 y Suipacha, me topé de manos a boca con un hombre que pretendió ocultarse en el hueco de una puerta. Era un individuo correctamente vestido de negro, de levita perfectamente abrochada y sombrero de copa, y llevaba bajo el brazo un bastón, cuya contera reluciente brillaba con los primeros rayos de luna que comenzaba a alzarse sobre el atrio de San Miguel. En el suelo y ante él, estaba un pequeño paquete y al lado el cajón de la basura, perteneciente a la casa en cuyo umbral se había detenido. Cuando se irguió, le conocí, a pesar de hacer seis meses que no le veía: era el concurrente a las antesalas del Ministerio del Interior, el visitante del mayordomo, don Tomás Regnier, aquel hombre cuya miseria tanto me había llamado la atención en mis horas de guardia, frente a la puerta de la sala de espera y cuya silueta he presentado al comenzar estas Memorias. —¡Hola amigo!, ¿qué hace? —¡Qué quiere que haga, señor vigilante! Disputaba a aquel atorrante—y alzando el brazo me mostró un perro de esos callejeros, flaco y sucio, que parado sobre tres de sus cuatro patas por tener una enferma, nos miraba desde el atrio—¡esos restos de pescado y de puchero que he envuelto en ese diario! —¿Para qué? —¡La pregunta!... ¡Para cenar!... ¡La vida hay que hacerla a pesar de todo, señor vigilante! —Dígame, ¿no es usted aquel hombre que concurría todas las tardes al Ministerio del Interior, y que se iba a curar en la Convalecencia? —¡El mismo, sí, el mismo!... ¿Y Vd. quien es? —¿No se acuerda de mí?... Aquel agente que le dio cinco pesos para que fuera... —¡Oh! ¡Oh!... ¡Sí! ¡Sí!... ¡Oh! ¡Me acuerdo bien, sí!... ¡Después no lo he visto más!... ¡Y eso que voy al Ministerio como siempre!... —¿Y se curó? —¡Muy bien, gracias, muy bien!... Hoy ya estoy sano de los vahidos (perfectamente sano), pero la posición ¿sabe usted?... ¡la posición social..., eso sigue mal, muy mal!... ¡La suerte es caballa! Me dio lástima aquel pobre ser enclenque y miserable, que disputaba a los perros callejeros su alimento y, diciéndole que me siguiera, lo conduje hasta "La Croce di Malta", en la calle cortada del Mercado del Plata, donde a todas horas de la noche se encontraba un pan, una botella de vino y un plato de busecca. Allí, en una mesa, cerca de otra, donde un grupo de trasnochadores hacía su colación alegremente, nos sentamos los dos, y luego que él saludó con complacencia y gran dignidad a los turbulentos vecinos, diciéndome, mientras movía la cabeza y sonreía: "son los muchachos de los diarios, ¿sabe?, los noticieros de la Patria Argentina.. La Nación, La Prensa, que vienen a conspirar contra los directores porque no les aumentan el sueldo", nos pusimos a comer. De esa noche data mi amistad con el hombre extraordinario, cuyas aventuras forman por sí solas el volumen más curioso de la vida porteña que pueda imaginarse, y data también mi engrandecimiento moral, pues, si bien yo le proporcioné los medios de regenerarse físicamente, él, en cambio, me dio alas, me arrebató consigo y me puso en aptitud no sólo de hacer con brillo mi camino, sino también de escribir estas Memorias, cuya primera parte termina por haber llegado el momento en que el vago de las cuchillas, el humilde soldado del 6º, alcanzando al puesto de sargento en la policía de Buenos Aires, pudo ensanchar la esfera de su acción y dejar a la espalda los días oscuros en que el anónimo mataba todas sus iniciativas e invalidaba sus penosos esfuerzos!

jueves, 2 de febrero de 2012

ANALISIS DE RIESGO PARA EDIFICIOS

PROGRAMA DE ANALISIS DE RIESGO PARA EDIFICIOS SISTEMA DE SEGURIDAD El objetivo se centra en la necesidad de impulsar un SISTEMA DE SEGURIDAD INTEGRAL en donde un conjunto de componentes básicos desarrollen distintas funciones dentro del ámbito de seguridad, contemplando aspectos determinados acorde a las necesidades planteadas para cada caso en particular. Este Sistema de Seguridad deberá concretarse a través de la puesta en marcha de tres Subsistemas: - SISTEMA DE SEGURIDAD FISICA: vinculada a elementos pesados y livianos. - SISTEMA DE SEGURIDAD ELECTRÓNICA: relacionada con el funcionamiento de sistemas alarmas y Circuitos Cerrados de TV. - SISTEMA DE SEGURIDAD HUMANA: contempla servicios policiales, vigilancia privada y serenos. El Sistema de Seguridad al que se hace referencia se encontrará compuesto por: DEFENSAS FÍSICAS o BARRERAS FÍSICAS: Consiste en la implementación de defensas que imposibiliten, dificulten o retarden una acción de penetración no autorizada. Ejemplos de estas barreras suelen ser vallados, cercos, rejas, muros, fosos, puertas blindadas, cajas fuertes o de seguridad, cámaras acorazadas. ILUMINACIÓN DE SEGURIDAD: Su aplicación deberá concretarse en dos niveles, uno de carácter GLOBAL para toda la instalación y un segundo de tipo FOCALIZADO para determinados lugares considerados por el analista como áreas críticas o zonas de mayor riesgo. Aquí se deberá tener en cuenta el tipo de alimentación energética, su seguridad y componentes vitales para el sistema, severo control y amplias garantías de funcionamiento. Se debe contemplar la posibilidad de instalación de equipos autónomos de generación eléctrica como ser grupos electrógenos. SISTEMA DE DETENCCIÓN DE INTRUSOS: Se ejecutara de manera escalonada y progresiva en el ámbito de aplicación, iniciándose de los bordes del perímetro del objetivo de interés para finalizar en las áreas críticas o estratégicas.- CONTROL DE ACCESO: Resulta ser una acción destinada al contralor del paso de personas y objetos, identificando a los mismos y seleccionando la posibilidad de paso. Esta resulta ser una medida de neto corte disuasivo y de detección y alerta ante cualquier situación anómala. MEDIDAS DE SEGURIDAD De esta manera el Sistema de Seguridad pondrá en marcha una serie de MEDIDAS DE SEGURIDAD las que se plasmarán mediante un conjunto de actividades negadoras de información hacia el ponente, protegiendo recursos humanos, materiales, documentación, instalaciones y sistemas de comunicación. Para esto se aplicarán una serie de procedimientos adecuados tendientes a destruir, anular o neutralizar el accionar dañoso de un agresor real o potencial, ya sea del ámbito externo como interno. Para aplicar las medidas de seguridad es necesario poner en marcha un PLAN DE SEGURIDAD el cual consiste en un conjunto de medidas y procedimientos destinados a alcanzar una situación ideal de plenas garantías de tarea, contando con una serie de características como ser la coordinación con las áreas que funcionan dentro del edificio, una unidad de dirección, integridad y permanencia ya que las medidas no deben tener proyección cíclica sino que permanente y finalmente adaptación a las particularidades que presenta el objetivo a custodiar. La puesta en marcha del Plan de Seguridad permitirá aplicar acciones tendientes a disminuir los riesgos provocados por cualquier evento acaecido resultando ser las mismas una serie de políticas identificadas como: 1- POLÍTICA DE ELIMINACIÓN DE RIESGO: implica dejar de llevar a cabo algunas actividades que atraen elementos de riesgo debiéndose establecer previamente un cuadro en donde se analicen los costos y los beneficios en cuanto a la actividad de referencia. 2- POLÍTICA DE TRANSFERENCIA DE RIESGO: implica la aseguración de la carga de riesgo potencial para terceros, media esta que se aplica cuando se contrata una póliza de seguros o mediante una acción de transferencia contractual en el uso de productos o servicios. 3- POLÍTICA DE RETENCIÓN DE RIESGO: aquí la acción encausada puede tener un aspecto ACTIVO que es cuando se tiene conocimiento sobre la existencia de riesgo pero decidiendo custodiar el mismo procurando retener un riesgo perfectamente evaluado. 4- POLÍTICA DE REDUCCIÓN DE RIESGO: involucra la adopción de medidas tendientes a minimizar el porcentual de riesgo tornándolo de carácter aceptable. Esto se logra mediante la confección de un estudio de seguridad que permitirá la adopción de un Sistema de Seguridad a fin de implementar un plan de seguridad cuyo resultado tenderá a reducir el riesgo a situaciones de protección ideal. ESTUDIOS DE SEGURIDAD Los ESTUDIOS DE SEGURIDAD a elaborarse conformaran una medida compleja que permita en definitiva establecer una matricial de riesgo mediante un análisis sistemático y profundo de cada uno de los objetivos a verificar, el cual deberá seguir los siguientes pasos: 1. INSPECCIÓN PRELIMINAR. 2. PROTECCIÓN PERIMETRAL 3. SEGURIDAD DEL ÁREA ANTERIOR. 4. CUSTODIAS Y SISTEMAS DE SEGURIDAD. 5. CONTROL E IDENTIFICACIÓN DE PERSONAS. 6. CONTROL E IDENTIFICACIÓN DE VEHICULOS. 7. SISTEMA DE DETECCIÓN Y AVISO. 8. MEDIDAS CONTRA INCENDIO. 9. MEDIDAS DE SEGURIDAD CON LOS PRESTADORES DE SERVICIOS. 10. SEGURIDAD DEL PERSONAL. 11. SEGURIDAD DE LA INFORMACIÓN. Esta tarea permitirá, mediante el análisis de elementos objetivos y subjetivos determinar la probabilidad de ocurrencia de un hecho desfavorable o del accionar de una conducta amenazante, permitiendo encarar la toma de decisiones en materia de seguridad como ser: 1. Determinar los peligros a los que están expuestos los objetivos de interés. 2. Evaluar el grado de vulnerabilidad que presentan cada uno de ellos. 3. Estudiar la probabilidad que presenta cada uno de ellos. 4. Evaluar las consecuencias para cada una de las amenazas. 5. Evaluar las consecuencias para cada una de las amenazas. 6. Ponderar el costote un evento siniestral. 7. Evaluar los costos de la medida de seguridad. 8. Decidir sobre la medida a adoptar que resulte pertinente 9. Aplicar medidas de corte preventivo, detectivas o correctivas.